Lo que los árbitros de fútbol pueden enseñarnos sobre la política y el gobierno

Un árbitro con superpoderes y sin limitaciones nunca impartirá justicia.

Creo que si hay algo en lo que todos podemos estar de acuerdo es en que no nos gusta que un árbitro quiera ser el protagonista en un partido de fútbol; obviamente a la hora de un partido cada uno tiene su equipo, pero no esperamos que el árbitro invente 5 penaltis a nuestro favor y omita las faltas de nuestro equipo para poder ganar. A lo que todos aspiramos es a un juego limpio, que nuestro equipo juegue mejor y el árbitro simplemente indique las faltas para evitar injusticias.

Independientemente del contexto, el árbitro nunca debe ser un jugador que influya en el resultado y mucho menos un Dios todopoderoso que antes del partido pueda determinar quién pasará a la siguiente ronda o quién se coronará como campeón, de lo contrario, el juego perdería toda su esencia y el deporte se desmoronaría. Algo similar sucede en la vida real y en la política, y curiosamente, a diferencia del fútbol, mucha gente termina votando para que se cometan injusticias.

El árbitro como jugador

Supongamos que un partido de la final de un Mundial va 1-1, el árbitro ya le dio un penalti al equipo "A", y omitió veinte faltas contra el equipo "B", y cansado de que su equipo no consiga el resultado esperado, intercepta el balón y lo dispara hacia la portería para marcarle al equipo "B" que luego se corona campeón. ¿Estará alguien de acuerdo con esta acción? Lo dudo, pero entonces ¿por qu<� lo toleramos en nuestra sociedad a diario?

El árbitro, al igual que el Estado, no debería ser un actor más de la sociedad, porque el árbitro por su naturaleza tiene poderes extraordinarios con la capacidad de mover la balanza de un lado a otro, de forma injusta y desproporcionada. Si el árbitro asume también el papel de jugador en la economía, el principio de equidad y competencia se desvirtúa por completo, el resto de los jugadores -la sociedad- se desmotiva ya que para ganar no basta con tener más talento, practicar y trabajar más, sino tener el favor del árbitro. Esto inmediatamente empieza a destruir la competitividad, el esfuerzo y la eficacia y cuando estos valores se desvirtúan el juego se corrompe y con su nivel se desploma. En el fútbol esto sólo traería la decadencia del deporte, pero en la vida real esto tiene peores consecuencias: represión, hambruna, totalitarismo y muerte.

El árbitro como Dios

El árbitro como jugador ya es malo, pero si encima pretende convertirse en un ser supremo, como ocurre en los estados donde los políticos, además de intervenir en el juego, quieren dictar todas las pautas de la sociedad, el asunto se agrava mucho más.

Si pusieras al Barcelona de  Guardiola, con Messi en su mejor momento, contra un equipo de la cuarta división de Venezuela, por mucho que el árbitro intente "jugar" e interferir en el juego, el Barcelona siempre ganaría. Para evitar esto, se necesitarían acciones más serias para alterar el resultado.

Supongamos que el árbitro le empieza a cobrar impuestos a los jugadores del Barcelona por cada gol obtenido -tienen que pagar el 50% de su sueldo por cada gol que marquen- y encima, antes de tirarle a la portería tienen que parar y hacer 30 flexiones, sólo así su puntuación subiría. ¿Te parece justo?

Pues bien, en la vida real sucede todo el tiempo, los gobiernos en lugar de alentar y premiar a los mejores jugadores -empresarios y empresas que crean puestos de trabajo y recursos para la nación- los castigan y, encima, los demonizan. En un gran número de países, oímos a los políticos hablar mal de los ricos y de sus fortunas, tratándolos como parias, como delincuentes, por el simple hecho de ser exitosos. Luego les imponen un montón de impuestos y cargas burocráticas para que puedan seguir compitiendo, mientras allanan el camino a los equipos que les faciliten seguir en el poder, y lo que es peor, lo llaman "justicia social".

Imagina que Messi tuviera que pagar el 50% de su sueldo y hacer 30 flexiones antes de rematar, ¿seguiría teniendo la misma eficacia goleadora? ¿Estaría motivado para seguir siendo el mejor jugador del mundo? ¿O simplemente preferiría retirarse del deporte con su riqueza y dejar de ser productivo para la sociedad?

Ahora veamos el otro lado. Supongamos que el árbitro, lejos de conformarse con las trabas puestas al Barcelona, disponga que el equipo venezolano, de cuarta división, juegue en un campo inclinado para que pueda correr con más facilidad, amplíe diez veces el tamaño de su portería y además elimine la figura del portero para el equipo catalán. Ahora el partido podría ser definitivamente más disputado, pero ¿sería más justo? ¿Y realmente llegaría a ser un mejor espectáculo? ¿Crearía esto mejores condiciones para el desarrollo del deporte? ¿Sería una sociedad más justa?

El árbitro como árbitro

Es evidente que los árbitros de fútbol, y también los de la sociedad, tienen ya poderes suficientemente amplios como para influir en los resultados del deporte y de la vida, y es precisamente por eso por lo que hay que limitar sus poderes, ya que, de lo contrario, podrían destruir la esencia del deporte y de la propia sociedad.

La razón por la cual un árbitro no puede ponerse de parte de ningún equipo es que esto distorsionaría automáticamente toda la situación y crearía automáticamente injusticias difíciles de superar.

Obviamente, en el fútbol, cuando un árbitro se pone de parte de un equipo, las consecuencias se ven en los resultados del partido. Pero cuando esto ocurre en la vida real es peor: las empresas cierran, la gente pierde su trabajo, las economías colapsan, desaparece la comida, la gente se muere de hambre y enfermedad y la mayoría de la sociedad sufre, mientras que los únicos que sonríen son los árbitros y sus amigos más cercanos.

El papel del Estado debería limitarse a actuar como árbitro en las disputas que puedan existir en la sociedad civil como resultado de la libre y sana competencia. Debe tomar decisiones que no alteren la naturaleza de las interacciones humanas y empresariales y nunca debe ejercer el poder como si fuera un jugador más y mucho menos como un Dios todopoderoso, porque es ahí donde la injusticia se convertiría en ley.

El poder de los árbitros debe limitarse a una regulación que evite las faltas, la corrupción y los delitos que puedan cometerse unos con otros, pero nunca debe ser ampliada, ya que darle más poder al poder siempre acabará en alguna forma de totalitarismo.

Si usted disfruta del buen fútbol, o de cualquier otro deporte, se emociona cuando ve surgir nuevos talentos, admira la competencia libre y honesta y disfruta de la competitividad, debería apoyar lo mismo en la sociedad, para usted y para sus hijos. Apoyar lo contrario es simplemente votar para darle a otro hombre la capacidad de destruirle la vida a algunos y de congraciarse con otros a su antojo.

Un árbitro con superpoderes y sin limitaciones nunca impartirá justicia, lo único que podrá ofrecer son decisiones basadas en sus propios caprichos, lo que termina en totalitarismo siempre, y lo puedo decir yo que lo viví en Venezuela durante 20 años. El totalitarismo nunca es sano, ni justo, ni agradable.

Este artículo de El American fue republicado con permiso.