Este manuscrito inacabado, escrito en 1850 durante los últimos meses de su vida, forma parte del esfuerzo de Bastiat por explicar el papel del hombre en un universo armonioso. Aparece como Capítulo 22 en Armonías Económicas.
No corresponde a ninguna rama del conocimiento humano dar la razón última de las cosas.
El hombre sufre; la sociedad sufre. Nos preguntamos por qué. Esto equivale a preguntar por qué Dios ha dado al hombre el sentimiento y el libre albedrío. Sobre este tema sólo sabemos lo que nos revela la fe en la que creemos.
Pero cualquiera que haya sido el plan de Dios, lo que sí sabemos como un hecho positivo, lo que el conocimiento humano puede tomar como punto de partida, es que el hombre fue creado un ser sensible dotado de libre albedrío.
Esto es tan cierto que desafío a quien pueda asombrarse de ello a concebir un ser vivo, pensante, deseante, amante, actuante -de cualquier cosa, en una palabra, que se parezca al hombre-, pero carente de sensibilidad o de libre albedrío.
¿Podría Dios haber actuado de otro modo? Por supuesto, nuestra razón dice que sí, pero nuestra imaginación dirá siempre que no; tan radicalmente imposible es para nosotros pensar en el hombre como un ser sin este doble atributo. Ahora bien, ser sensible es ser capaz de recibir sensaciones identificables, es decir, sensaciones agradables o dolorosas. De ahí el bienestar y el sufrimiento. Por el hecho mismo de crear la sensibilidad, Dios permitió el mal o la posibilidad del mal.
Al darnos el libre albedrío, nos ha dotado de la facultad, al menos hasta cierto punto, de evitar lo que es malo y buscar lo que es bueno. El libre albedrío presupone la inteligencia y está asociado a ella. ¿De qué serviría tener la facultad de elegir, si no estuviera unida a ella la de examinar, comparar y juzgar? Así pues, todo hombre nacido en el mundo posee una fuerza motriz y un intelecto.
La fuerza motriz es ese impulso interior e irresistible, la esencia misma de toda nuestra energía, que nos impulsa a evitar el mal y a buscar el bien. Lo llamamos instinto de conservación, interés personal o interés propio.
Este impulso ha sido a veces desacreditado, a veces malinterpretado, pero no puede ponerse en duda su existencia. Buscamos indefectiblemente todo lo que, en nuestra opinión, puede mejorar nuestra suerte; evitamos todo lo que puede perjudicarla. Este hecho es al menos tan cierto como que toda molécula de materia posee fuerza centrípeta y centrífuga. Y así como este doble movimiento de atracción y repulsión es la gran fuerza motriz del universo físico, el doble impulso de la atracción humana hacia la felicidad y la aversión humana al dolor es la gran fuerza motriz de la máquina social.
Inteligencia
Pero no basta con que el hombre esté irresistiblemente dispuesto a preferir el bien al mal; también es necesario que sepa distinguirlos. Y para ello Dios ha dotado al hombre del complejo y maravilloso mecanismo llamado inteligencia. Dirigir nuestra atención, comparar, juzgar, razonar, relacionar causa y efecto, recordar, prever… tales son, si se me permite la expresión, los engranajes móviles de esta maravillosa máquina.
La fuerza motriz que hay en cada uno de nosotros se mueve en la dirección de nuestro intelecto. Pero nuestro intelecto es imperfecto. Está sujeto al error. Comparamos, juzgamos, actuamos en consecuencia; pero podemos equivocarnos, hacer una mala elección, volvernos hacia el mal, confundiéndolo con el bien, o podemos rehuir el bien, confundiéndolo con el mal. Ésta es la primera fuente de discordia social ; es inevitable por la misma razón de que el resorte principal de la naturaleza humana, el interés propio, no es, como la atracción en el mundo material, una fuerza ciega, sino guiada por un intelecto imperfecto. Comprendamos, pues, claramente que sólo encontraremos la armonía con esta restricción unida a ella. Dios ha tenido a bien establecer el orden social, o la armonía, no sobre la base de la perfección, sino sobre la de la perfectibilidad del hombre. Sí, si nuestro intelecto es imperfecto, también es perfectible. Se desarrolla, se amplía, corrige sus errores; repite y verifica sus operaciones; a cada instante, la experiencia lo endereza, y la responsabilidad mantiene sobre nuestras cabezas todo un sistema de castigos y recompensas. Cada paso que damos hacia el error nos hunde más profundamente en el sufrimiento, de modo que la señal de alarma no deja de hacerse oír, y nuestras decisiones, y en consecuencia nuestros actos, tarde o temprano se corrigen inevitablemente.
Bajo el impulso que le impulsa, el hombre, deseoso de perseguir la felicidad, rápido para apoderarse de ella, es muy probable que busque su propio bien en el daño ajeno. Esta es una segunda y fértil fuente de relaciones sociales discordantes. Pero su campo es limitado; la ley de la solidaridad las elimina inevitablemente. La actividad de un individuo así desviada provoca la oposición de todos los demás individuos, que, hostiles al mal por naturaleza, rechazan la injusticia y la castigan.
La fuente del progreso
De este modo se alcanza el progreso, y no por ello deja de ser progreso por ser caro. Es el resultado de un impulso natural, universal, innato, dirigido por un intelecto que a menudo se equivoca y sujeto a una voluntad que a menudo es perversa. Detenido en su camino por el error y la injusticia, supera estos obstáculos con la ayuda todopoderosa de la responsabilidad y la solidaridad, una ayuda siempre presente, ya que procede de los propios obstáculos.
Esta fuerza motriz interior, indestructible y universal que reside en cada individuo y hace de él un ser activo, esta tendencia de todo hombre a buscar la felicidad y a rehuir la miseria, este producto, este efecto, este complemento necesario de la sensibilidad, sin el cual ésta no sería más que una carga sin sentido, este fenómeno primordial que es el origen de toda acción humana, esta fuerza de atracción y repulsión que hemos llamado el resorte principal de la máquina social, ha sido menospreciada por la mayoría de los filósofos sociales y teóricos de la política; y ésta es ciertamente una de las aberraciones más extrañas que se pueden encontrar en los anales de la ciencia.
Es cierto que el interés propio es la causa de todos los males, así como de todos los beneficios, que pueden corresponder al hombre. No puede dejar de ser así, puesto que el interés propio determina todas nuestras acciones. Algunos teóricos de la política, viendo esto, no han concebido mejor manera de cortar el mal de raíz que sofocar el interés propio. Pero, como con este acto destruirían también la fuerza motriz misma de nuestra actividad, pensaron que lo mejor era dotarnos de una fuerza motriz diferente: la devoción y el autosacrificio. Esperaban que en lo sucesivo todas las transacciones y acuerdos sociales se llevaran a cabo, por orden suya, sobre el principio de la abnegación. La gente ya no debe buscar su propio bien, sino el de los demás; las admoniciones de dolor y placer ya no deben contar para nada, como tampoco los castigos y recompensas de la responsabilidad. Todas las leyes de la naturaleza deben ser anuladas; el espíritu de abnegación debe ocupar el lugar del instinto de conservación; en una palabra, nadie debe considerar jamás su propia personalidad si no es para apresurarse a sacrificarla en aras del bien común. Esta transformación completa del corazón humano es la que ciertos teóricos políticos, que se creen muy religiosos, esperan que llegue la perfecta armonía social. Se olvidan de decirnos cómo se proponen llevar a cabo el preliminar indispensable, la transformación del corazón humano.
Que lo intenten
Si están tan locos como para emprenderlo, no tendrán ciertamente la fuerza suficiente para lograrlo. ¿Desean la prueba? Que prueben el experimento en sí mismos; que intenten sofocar el interés propio que ya no se manifiesta en los actos más ordinarios de su vida. No tardarán en admitir su propia incapacidad para hacerlo. ¿Cómo pretenden, entonces, imponer a todos los hombres, sin excepción, una doctrina a la que ellos mismos no pueden someterse?
Confieso que me es imposible encontrar nada religioso, salvo en apariencia exterior y a lo sumo en intención, en estas teorías afectadas, en estas máximas impracticables, a las que sus autores rinden pleitesía mientras siguen actuando como el común de la humanidad. ¿Es la verdadera religión la que inspira a estos economistas católicos el pensamiento presuntuoso de que Dios ha hecho mal Su obra y que ellos deben arreglarla? Bossuet¹ no era de esta opinión cuando dijo: «El hombre aspira a la felicidad; no puede hacer otra cosa».
Las diatribas contra el interés propio nunca tendrán gran importancia científica, pues por su propia naturaleza es indestructible, o al menos no puede ser destruido dentro del hombre sin destruir al hombre mismo. Todo lo que la religión, la moral y la economía política pueden hacer es iluminarnos respecto a este impulso, mostrarnos no sólo las consecuencias inmediatas sino también las últimas de los actos que suscita en nosotros. Satisfacción mayor y constantemente creciente tras una sensación momentánea de dolor; sufrimiento largo y constantemente agravado tras un placer momentáneo: esto, en último análisis, es el bien y el mal morales. Lo que determina la elección del hombre a favor de la virtud debe ser su interés propio superior e ilustrado, pero básicamente interés propio será siempre.
Si es extraño que la gente haya censurado el interés propio, no sólo en sus abusos inmorales, sino también como fuerza motriz providencial de toda actividad humana, es aún más extraño que no lo hayan tenido en cuenta y hayan considerado que podían trabajar en las ciencias sociales sin referirse a él.
Con la locura inexplicable del orgullo propio, los teóricos políticos se han considerado, en general, los guardianes y directores de esta fuerza motriz. Para cada uno de ellos, el punto de partida es siempre el mismo: Suponiendo que la humanidad sea un rebaño de ovejas y que yo sea el pastor, ¿cómo debo hacer feliz a la humanidad? O bien: Dada, por un lado, una cierta cantidad de arcilla y, por otro, un alfarero, ¿qué debe hacer el alfarero para utilizar la arcilla de la mejor manera posible?
Nuestros teóricos políticos pueden discrepar sobre cómo decidir quién es el mejor alfarero, o quién puede moldear la arcilla con mayor eficacia; pero están de acuerdo en este punto, en que su función es moldear la arcilla humana, del mismo modo que es función de la arcilla ser moldeada por ellos. Establecen entre ellos, en su calidad de legisladores, y el resto de la humanidad una relación análoga a la de tutor y pupilo. Nunca se les ocurre que el hombre es un cuerpo vivo, que siente, que quiere, que actúa obedeciendo a leyes que no les corresponde inventar, puesto que esas leyes ya existen, y menos aún imponer, sino estudiar. No se les ocurre que la humanidad está compuesta por una gran multitud de seres en todo semejantes a ellos, en modo alguno inferiores ni sometidos a ellos; que sus semejantes están dotados tanto de impulso para actuar como de inteligencia para elegir; que en todo lo que hacen los hombres se ven afectados por los impulsos de la responsabilidad y la solidaridad; y que, por último, de todos estos fenómenos resulta un modelo de relaciones ya existentes que no corresponde a las ciencias sociales crear, como imaginan estos teóricos, sino observar.
El error de Rousseau
Rousseau fue, en mi opinión, el teórico político que más ingenuamente exhumó de la antigüedad esta idea, ya resucitada por los griegos, de la omnipotencia del legislador. Convencido de que el orden social es una invención humana, lo compara con una máquina. Los hombres son los engranajes; el príncipe la hace funcionar. El legislador lo inventa a las órdenes del teórico político, que así, en última instancia, activa y controla la raza humana. Por eso el teórico político nunca deja de dirigirse al legislador en modo imperativo; le ordena que dé las órdenes: «Establece tu nación sobre tal o cual principio; dale buenos modales y costumbres; haz que se incline ante la autoridad de la religión; oriéntala hacia la guerra o el comercio o la agricultura o la virtud, etc., etc.». Los más modestos se esconden tras el anonimato de la voz pasiva. « No se tolerarán holgazanes en la república; la población se distribuirá adecuadamente entre las ciudades y el campo; se tomarán medidas para que no haya ni ricos ni pobres; etc., etc.».
Estas fórmulas atestiguan la desmesurada presunción de quienes las utilizan. Llevan implícita una concepción del hombre que no deja a la raza humana ni una pizca de amor propio.
No conozco doctrina más falsa en teoría ni más desastrosa en la práctica. En ambos aspectos conduce a consecuencias lamentables.
Da lugar a la opinión de que la economía social es un arreglo artificial que ha brotado del cerebro de un inventor. Todo teórico político, por tanto, se constituye inmediatamente en inventor. Su mayor deseo es conseguir la aceptación de la máquina que ha inventado; su mayor preocupación es representar como detestables todos los demás órdenes sociales propuestos y, en especial, el que surge espontáneamente de la naturaleza del hombre y de la naturaleza de las cosas. Los libros concebidos según este plan son y sólo pueden ser una larga diatriba contra la sociedad.
Esta falsa ciencia no estudia la concatenación de causa y efecto. No investiga el bien y el mal que producen los actos, dejando después a la fuerza motriz de la sociedad la elección del curso a seguir. No, ordena, frena, impone, y si no tiene poder para hacer estas cosas, al menos aconseja; como un físico que dijera a una piedra: «No hay nada que te sostenga; por tanto, te ordeno que caigas, o al menos te aconsejo que caigas». Según este principio, M. Droz2 ha dicho: «El objetivo de la economía política es hacer que la prosperidad sea lo más general posible»; una definición muy favorablemente recibida por los socialistas porque abre la puerta a todo esquema utópico y conduce a la regimentación. ¿Qué pensaría la gente de M. Arago3 si comenzara su curso de conferencias de esta manera? «El objetivo de la astronomía es hacer que la gravitación sea lo más general posible»? Es cierto que los hombres son seres animados, dotados de fuerza de voluntad y que gozan de libertad de elección. Pero también hay en ellos una especie de fuerza interior, una especie de gravitación; la cuestión es saber hacia qué gravitan. Si es inevitablemente hacia el mal, entonces no hay remedio, y ciertamente ninguno vendrá del teórico político, que como hombre está sujeto a la misma desafortunada tendencia que el resto de la humanidad. Si es hacia el bien, la fuerza motriz ya está hecha; la ciencia no tiene necesidad de sustituirla por la coacción o el consejo. Su papel es iluminar el libre albedrío de los hombres, mostrar la relación entre causa y efecto, confiada en que, bajo la influencia de la verdad, «la prosperidad tiende a generalizarse tanto como sea posible.»
Una responsabilidad aplastante
En la práctica, la doctrina que sitúa la fuerza motriz de la sociedad, no en toda la humanidad y en la naturaleza del hombre, sino en los legisladores y en los gobiernos, tiene consecuencias aún más desafortunadas. Tiende a cargar al gobierno con una responsabilidad aplastante que no le corresponde. Si hay sufrimiento, es culpa del gobierno; si hay pobreza, la culpa es del gobierno. ¿Acaso no es el gobierno la fuerza motriz universal? Si esta fuerza motriz no es buena, debemos destruirla y elegir otra. O bien se culpa a la propia economía política, y en los últimos tiempos lo hemos oído repetir hasta la saciedad: «Todo el sufrimiento de la sociedad puede atribuirse a la economía política «4. ¿Por qué no, cuando se presenta como teniendo por objetivo asegurar la felicidad de los hombres sin ningún esfuerzo por su parte? Cuando tales ideas son corrientes, lo último que se les ocurre a los hombres es volver la mirada hacia sí mismos y ver si la verdadera causa de sus males no es su propia ignorancia e injusticia: su ignorancia, que les expone a la ley de la responsabilidad; su injusticia, que hace caer sobre ellos la acción de la ley de la solidaridad. ¿Cómo podrían los hombres soñar con culparse a sí mismos de sus males cuando se les ha persuadido de que por naturaleza son inertes, de que la fuente de toda acción, y en consecuencia de toda responsabilidad, está fuera de ellos, en la voluntad del soberano y del legislador?
Si tuviera que señalar el rasgo característico que diferencia al socialismo de la ciencia económica, lo encontraría aquí. El socialismo incluye un sinnúmero de sectas. Cada una tiene su propia utopía, y bien podemos decir que están tan lejos de ponerse de acuerdo que se hacen la guerra encarnizadamente. Entre los talleres sociales organizados de M. Blanc y la anarquía de M. Proudhon , entre la asociación de Fourier y el comunismo de M. Cabet, hay ciertamente toda la diferencia entre la noche y el día. ¿Cuál es, pues, el denominador común al que se reducen todas las formas de socialismo, y cuál es el vínculo que las une contra la sociedad natural, o la sociedad tal como la planificó M. Proudhon? No hay ninguno, salvo éste: No quieren la sociedad natural.
Lo que quieren es una sociedad artificial, surgida del cerebro de su inventor. Es cierto que cada uno desea hacer de Júpiter para esta Minerva; es cierto que cada uno acaricia con cariño su propia invención y sueña con su propio orden social. Pero lo que tienen en común es su negativa a reconocer en la humanidad la fuerza motriz que impulsa a los hombres hacia el bien o el poder autocurativo que los libra del mal. Disputan sobre quién moldeará la arcilla humana, pero están de acuerdo en que hay arcilla humana que moldear. La humanidad no es a sus ojos un ser vivo y armonioso dotado por Dios mismo del poder de progresar y sobrevivir, sino una masa inerte que ha estado esperando a que ellos le dieran sentimiento y vida; la naturaleza humana no es un objeto de estudio, sino materia sobre la que realizar experimentos.
El enfoque económico
La economía política, por el contrario, tras establecer primero el hecho de que dentro de cada hombre se encuentran las fuerzas de impulsión y repulsión que juntas constituyen la fuerza motriz de la sociedad, tras asegurarse de que esta fuerza motriz tiende hacia lo que es bueno, no se propone destruirla y sustituirla por otra de su propia creación. La economía política estudia los fenómenos sociales, muy variados y complejos, a los que da lugar esta fuerza motriz.
¿Significa esto que la economía política no tiene más que ver con el progreso social que el estudio de la astronomía con el movimiento real de los cuerpos celestes? Desde luego que no. La economía política trata con seres que poseen inteligencia y libre albedrío y como tales -no lo olvidemos nunca- están sujetos al error. Su tendencia es hacia el bien; pero pueden equivocarse. La función utilitaria de la ciencia, por tanto, no es crear causas y efectos, no cambiar la tendencia natural del hombre, no imponerle órdenes sociales, mandatos o incluso consejos, sino mostrarle el bien y el mal que resultan de sus propias decisiones.
Así pues, la economía política es una ciencia que se ocupa exclusivamente de la observación y descripción de los fenómenos. No dice a los hombres: «Te recomiendo, te aconsejo, que no te acerques demasiado al fuego»; o: «He ideado un orden social; los dioses me han inspirado la creación de instituciones que os mantendrán lo suficientemente lejos del fuego». No; la economía política constata que el fuego quema, anuncia el hecho, lo demuestra, y hace lo mismo con todos los fenómenos similares del orden moral o económico, convencida de que eso es todo lo necesario. Asume que la falta de voluntad de morir quemado es una actitud básica e innata que no ha creado y que no puede alterar.
Diferencias por las que crecen los hombres
Los economistas políticos no siempre pueden estar de acuerdo, pero es fácil ver que sus diferencias son de otro tipo que las que dividen a los socialistas. Dos hombres que se dedican a observar el mismo fenómeno y sus efectos, como la renta, por ejemplo, o el intercambio o la competencia, pueden no llegar a la misma conclusión; pero esto no prueba nada, salvo que uno de los dos, al menos, ha observado mal. Habrá que rehacer el trabajo. Con la ayuda de otros investigadores, lo más probable es que finalmente se descubra la verdad. Por eso -con la única condición de que cada economista, como cada astrónomo, se mantenga informado de los avances que han realizado sus predecesores- esta ciencia no puede dejar de contribuir al progreso y, en consecuencia, de ser cada vez más útil, corrigiendo constantemente los errores de observación del pasado y añadiendo continuamente nuevas observaciones a las ya realizadas.
Pero los socialistas -aislándose unos de otros para inventar, cada uno por su cuenta, artificios salidos de su propia imaginación- podrían proseguir sus investigaciones de este modo durante toda la eternidad sin ponerse nunca de acuerdo y sin que el trabajo de un hombre ayudase en modo alguno al de otro. Say se benefició de las investigaciones de Smith; Rossi, de las de Say; Blanqui y Joseph Gamier, de las de todos sus predecesores. Pero Platón, Tomás Moro,Harrington5, Fénelon, Fourier, pueden deleitarse con la elaboración de sus Repúblicas, sus Utopías, sus Oceanas, sus Salentes, sus Falansterios, sin que jamás exista conexión alguna entre ninguna de estas fantasías y las demás. Estos soñadores lo sacan todo, hombres y cosas, de sus propias cabezas. Sueñan con un orden social que no está relacionado con el corazón humano; luego inventan un nuevo corazón humano que vaya con su orden social…