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lunes, octubre 6, 2025 Read in English
Crédito de la imagen: FEE

La apuesta mundialista de Marruecos


La Generación Z cuestiona el costo del espectáculo.

“Los estadios están aquí, pero ¿dónde están los hospitales?” El canto se difundió en TikTok y WhatsApp, y para finales de septiembre, el Reino de Marruecos vio las mayores manifestaciones encabezadas por jóvenes en años.

Manifestantes en Rabat, Casablanca y Marrakech se enfrentaron con la policía mientras el resentimiento por los miles de millones en fondos públicos destinados a la Copa Africana de Naciones 2025 y al Mundial de 2030 (organizado junto con España y Portugal) finalmente estallaba. Los jóvenes manifestantes acusan al gobierno de canalizar dinero hacia estadios mientras hospitales y aulas siguen sin financiamiento suficiente. La muerte materna de una mujer en Agadir, atribuida a fallos sistémicos del sistema de salud, convirtió esa ira en movilización. La policía arrestó a decenas, aunque la mayoría fue liberada posteriormente.

Las autoridades defienden los proyectos argumentando que impulsan el crecimiento económico, citando la creación de empleos y el desarrollo de infraestructura. Pero la lógica es reveladora: los gobiernos con tendencias autoritarias priorizan de forma sistemática el prestigio sobre el bienestar, con estadios, aeropuertos y megaeventos que pueden transmitirse al mundo. Mientras tanto, las necesidades cotidianas de los ciudadanos (hospitales, escuelas, vivienda asequible) carecen de espectáculo y, por tanto, de rédito político.

Los jóvenes marroquíes ahora están cuestionando directamente este desequilibrio, y sus protestas reflejan una verdad más amplia sobre el gobierno autocrático: el dinero público suele destinarse a lo visible, no a lo vital.

El patrón es global. Los Juegos Olímpicos de Sochi en Rusia se convirtieron en un monumento al despilfarro, incluso cuando el sistema de salud regional colapsaba. El Mundial de Brasil dejó poco más que estadios elefantes blancos, mientras los maestros estaban en huelga por mejores salarios. Catar construyó relucientes estadios a un costo humano inmenso —incluso con acusaciones de esclavitud—, pero el espectáculo importó más que la dignidad. La apuesta de Marruecos es similar: confiar en que el brillo del Mundial superará la frustración de toda una generación.

Sin embargo, la historia de Marruecos sugiere cautela. El Movimiento del 20 de Febrero en 2011, parte de la Primavera Árabe, exigía reforma y dignidad. La monarquía concedió lo justo —revisiones constitucionales, elecciones anticipadas— para aliviar la presión, mientras preservaba su autoridad y mantenía el statu quo constitucional.

Más tarde, las protestas del Hirak al-Rif entre 2016 y 2018, provocadas por la muerte de un pescadero en Alhucemas, fueron respondidas con arrestos masivos y largas condenas criticadas por Amnistía Internacional. Un informe de Human Rights Watch de 2022 describió un “manual” de represión —difamaciones, juicios injustos y presión sobre las familias— que aún define la respuesta de Marruecos ante la disidencia.

Lo diferente hoy es la forma del movimiento. Organizado bajo lemas como “Gen Z 212” —nombre tomado del prefijo telefónico de Marruecos, +212, y autodescrito como “una nueva ola de activismo en Marruecos, impulsada por jóvenes que exigen cambio”— y “Morocco Youth Voices”, es descentralizado, digital y sin liderazgo. Los arrestos, usualmente una herramienta para contener líderes y silenciar voces, no pueden decapitarlo; los partidos tradicionales, vistos como “dentro del sistema”, son incapaces de cooptar el movimiento, neutralizarlo o aprovecharlo para su propio beneficio.

Esto se asemeja a la dinámica que impulsó la Primavera Árabe, especialmente en Túnez. Allí, la autoinmolación de Mohamed Bouazizi en 2010 se difundió por Facebook y Twitter, galvanizando redes sin líderes en una coalición que impulsó una revolución. Los regímenes autocráticos, acostumbrados a desmantelar jerarquías, encontraron mucho más difícil contener enjambres descentralizados de indignación. El experimento democrático de Túnez ha decaído desde entonces, y explosiones similares de protesta que se propagaron por Oriente Medio y el norte de África (MENA), como en Egipto, terminaron en fracaso. Aun así, la lección permanece: las protestas impulsadas por redes sociales pueden desestabilizar incluso a los regímenes más consolidados.

La monarquía marroquí conoce esta historia. Debe decidir si arriesgar una represión severa, concesiones calibradas o una mezcla de ambas. Los fiscales podrían endurecer los cargos bajo leyes contra la “asamblea ilegal” o “insultar a funcionarios”, enfriando futuras movilizaciones.

Las protestas podrían disiparse si los organizadores —los pocos que existen— no logran mantener el impulso más allá de los fines de semana. O el palacio podría mitigar el descontento anunciando gasto social visible junto con los proyectos de estadios, cambiando la narrativa del prestigio al equilibrio.

Pero, en el fondo, esto es más que una cuestión táctica. Es sobre la lógica estructural del gobierno autoritario. Las autocracias favorecen el espectáculo porque las legitima internacionalmente y simbólicamente en el ámbito interno. Exigir que el dinero público se destine a escuelas y hospitales en su lugar es desafiar esa misma lógica. Por eso los jóvenes de Marruecos, incluso sin pedir un cambio de régimen, están planteando un desafío radical.

El palacio puede esperar que las protestas se apaguen, como ha ocurrido antes. Pero una generación criada a la sombra de 2011, conectada digitalmente y consciente del mundo, puede no ser tan fácil de apaciguar. Si Marruecos sigue construyendo estadios mientras descuida los hospitales, corre el riesgo de descubrir que su legado mundialista no es la gloria, sino el descontento.

Y la lección de Túnez es simple: las protestas descentralizadas y sin líderes pueden sobrevivir a la represión, y una vez desatadas, son mucho más difíciles de controlar de lo que los gobernantes imaginan.


  • El Dr. Jake Scott es un teórico político especializado en populismo y su relación con la constitucionalidad política. Ha enseñado en varias universidades británicas y ha elaborado informes de investigación para diversos think tanks.