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martes, julio 1, 2025 Read in English
Crédito de la imagen: FEE

¿El fin de la justicia en México?


Las elecciones judiciales no son lo que parecen.

El 1 de junio de 2025, los mexicanos fueron llamados a votar para elegir jueces, magistrados y ministros de la Suprema Corte de Justicia. Fue la primera gran implementación de una amplia reforma judicial aprobada en los últimos días del gobierno del expresidente Andrés Manuel López Obrador. El cambio se presentó como una democratización de la justicia, pero fue una lección magistral de captura judicial.

La gente debería estar alarmada. México está atravesando una transformación que compromete la separación de poderes, los derechos individuales y las condiciones mismas que permiten la prosperidad sostenida.

De la república al gobierno de la muchedumbre

Giovanni Sartori, el teórico político italiano, advirtió que cuando la democracia se reduce al gobierno de la mayoría sin restricciones, deja de representar al conjunto del demos. En cambio, se convierte en una herramienta para la tiranía. Ese es precisamente el camino que ha emprendido México.

Los partidarios de López Obrador han presentado las elecciones judiciales como un triunfo del pueblo. Las redes sociales se inundaron de consignas como «¡El pueblo ganó!» o «¡Ahora la justicia será nuestra!». Pero las elecciones populares por sí solas no garantizan la libertad, especialmente cuando están orquestadas por una maquinaria política que controla los poderes ejecutivo y legislativo y ahora busca someter al judicial.

El proceso electoral no fue precisamente democrático. La selección de candidatos fue controlada por comités dominados por Morena, el partido gobernante. Los requisitos eran mínimos. Muchos de los candidatos seleccionados carecían de credenciales serias. Algunos tenían vínculos con el crimen organizado. El votante promedio se enfrentó a docenas de nombres en múltiples papeletas, la mayoría de ellos desconocidos e indistinguibles, lo que resultó en una baja participación. Como señaló el economista y ex vicegobernador del banco central de México, Manuel Sánchez, fue una farsa inmanejable disfrazada de democracia.

Uno de los ejemplos más evidentes del fracaso del proceso fue la elección de Silvia Delgado, exabogada defensora de Joaquín «El Chapo» Guzmán, como jueza en Ciudad Juárez. La candidatura de Delgado provocó la indignación nacional, pero ella desestimó las acusaciones alegando que solo estaba haciendo su trabajo. No obstante, una abogada que en su día defendió a un famoso líder del cártel ahora tiene la responsabilidad de administrar justicia en una ciudad azotada por la violencia del narcotráfico.

Como observó Mary Anastasia O’Grady en el Wall Street Journal, el verdadero objetivo de esta reforma era politizar los tribunales para que ya no bloquearan las ambiciones del ejecutivo: «Cuando el Estado quiere discriminar a los inversores privados en favor de sus propios intereses, los derechos de propiedad y los contratos no son un obstáculo». Esa es, en efecto, la estrategia: sustituir a los jueces imparciales por operadores leales al partido y ver cómo el Estado de derecho se disuelve en el decreto ejecutivo.

La idea misma de que se puede mejorar la justicia convirtiéndola en una contienda electoral es errónea. Los jueces no están para complacer a los votantes, sino para aplicar la ley de manera imparcial. Pero ahora, el incentivo se ha invertido. Los jueces serán castigados por desafiar al poder político y recompensados por servirlo. Quienes protejan a los disidentes políticos o se nieguen a aprobar sin más los decretos ejecutivos se verán sancionados, marginados o destituidos.

¿Qué significará esto para el mexicano promedio?

Imaginemos a un ciudadano que se atreve a criticar al Gobierno. Si es perseguido por el Estado, ¿a dónde acudirá en busca de protección? ¿A los tribunales? Ya no. Si un juez intenta defender sus derechos, se convertirá en el próximo objetivo. Cuando el poder judicial se convierte en un simple brazo del ejecutivo, la persecución política se convierte en una rutina administrativa.

México se está acercando poco a poco a una autocracia al estilo venezolano. Consideremos el caso de María Oropeza, que fue secuestrada por la fuerza en Venezuela por hombres armados sin el debido proceso. ¿Su delito? Simpatizar con la oposición. Ese es el futuro que corre el riesgo de tener México: donde la justicia no es ciega, sino partidista. Algunos descartan estas advertencias como exageradas. Pero, como observó Adam Smith en La teoría de los sentimientos morales, la gente suele ignorar las tragedias lejanas hasta que llegan a su puerta.

Esta reforma amenaza los cimientos institucionales de la economía mexicana. Los inversores necesitan previsibilidad. Los empresarios necesitan normas que no cambien con los vientos políticos. Los contratos deben ser exigibles y la propiedad debe estar protegida contra la confiscación arbitraria. México ya lucha con un marco legal débil. Según el informe Economic Freedom of the World 2024 del Instituto Fraser, México ocupa el puesto 116 de 165 países en la categoría que evalúa la solidez de su sistema jurídico y los derechos de propiedad.

La reforma fomenta la inseguridad jurídica. Es poco probable que los jueces alineados con el partido gobernante fallen en contra de la extralimitación del Gobierno. Las empresas, tanto nacionales como extranjeras, se lo pensarán dos veces antes de invertir. ¿Por qué arriesgar capital en un país donde los resultados jurídicos dependen de la lealtad política?

El verdadero progreso requiere mercados que recompensen el mérito, instituciones que hagan cumplir los contratos y un sistema legal que proteja a todos, no solo a los amigos del régimen.

Hoy en día, esas instituciones están bajo asedio.

Una esperanza libertaria

Aun así, como argumenté hace casi un año, hay esperanza. No necesariamente en el Estado, sino en la sociedad civil y en la iniciativa individual. La reforma puede lograr debilitar al poder judicial, pero no puede extinguir el espíritu de un pueblo libre. López Obrador puede haber diseñado la arquitectura del iliberalismo, pero la historia está llena de arquitectos fracasados.

En 1777, en un momento de desesperación política, se le preguntó a Adam Smith si Gran Bretaña se enfrentaba a una ruina inevitable tras una derrota militar. Él respondió con calma: «Hay mucha ruina en una nación». México también tiene una gran reserva de resiliencia. Los malos gobiernos pueden causar daños, pero no pueden extinguir por completo el deseo de libertad.

Lo que deben hacer ahora los libertarios es seguir advirtiendo, educando y organizándose. Denunciar la erosión de las instituciones. Construir comunidades comprometidas con la libre empresa y la responsabilidad personal. Proteger con vigor los espacios de libertad que quedan, por pequeños que sean.

Y, sobre todo, negarse a normalizar lo que está sucediendo. Votar a los jueces no es democrático cuando está amañado. El poder no es legítimo cuando silencia la disidencia. Y la prosperidad no es posible cuando la justicia está en venta.

La reforma judicial de México es un punto de inflexión constitucional. Concentra el poder, erosiona la libertad y corre el riesgo de condenar a una generación a la pobreza, el miedo y el silencio. Pero la libertad ha atravesado momentos más oscuros. Si queremos honrar su promesa, los libertarios aquí en México debemos afrontar este momento con valentía, claridad y convicción.


  • Sergio Adrián Martínez García es Asociado Editorial en FEE. Es un economista mexicano de la Universidad Autónoma de Nuevo León con experiencia en el sector público como director de área en la Unidad de Coordinación con Entidades Federativas de la Secretaría de Hacienda y Crédito Público.